2. Kimhyonggwon, provincia de Yanggang, Corea del Norte. Domingo, 7 de junio de 2024. 18:15h. (55 días antes del día Z).
Lee Young mantenía el convencimiento de que
su trabajo respondía a un fin mucho más importante que su propia vida, la de la
supervivencia e independencia de su país sin claudicar ante Estados Unidos ni
ante el demonio del capitalismo.
Era científica en un laboratorio secreto de
Corea del Norte construido a las afueras de Kimhyonggwon, ciudad agrícola del
norte del país. Vista por satélite la edificación donde se encontraba no era
más que una nave con techo a dos aguas donde guardar herramientas para trabajar
los campos que la rodean. En su interior era totalmente diferente. Simplemente
un espacio diáfano con un ascensor. Dicho ascensor solo descendía, existían
cinco niveles subterráneos. Su laboratorio se encontraba en el último.
Para poder entrar a la nave debía conocerse
un código alfa numérico de diez cifras que solo seis científicos conocían, que
ella supiera, claro. Además, debía estar registrada y autorizada la huella dactilar
y el iris. Una vez dentro había un escuadrón de doce soldados dirigidos por dos
sargentos y un teniente, todos ellos de indudable fidelidad por el gran líder. Por
si vacilaban los ideales de la soldadesca, el régimen se aseguraba que tuvieran
familia en Pyongyang a quien torturar en caso de necesidad. De producirse un
ataque a la instalación y no poder defenderla, estaba preparada para ser volada
de tal forma que la planta menos cinco quedara intacta y, con el tiempo y tareas
de desescombro, pudiera volver a accederse ella. No para salvar a las personas,
que eran sustituibles, sino para salvaguardar su trabajo.
Y precisamente ese trabajo era el que, pese a
que las convicciones de Lee Young eran robustas, estaba consiguiendo que se
tambalearan. Lo que estaban desarrollando le asustaba, incluso le hacía dudar si
no sería algo demasiado destructivo para la humanidad.
El equipo científico estaba formado por tres
expertos, ella incluida. Además incorporaba a dos enfermeros, grandes y fuertes
como armarios, que colaboraban con la parte más práctica, como la inoculación de
patógenos o el control de síntomas. Todos ellos eran dirigidos por un jefe de
equipo.
Este jefe de equipo era una persona de
adhesión indudable al régimen y lealtad férrea al gran líder. Tanto es así que
reportaba los avances de la investigación directamente a él, Kim Jong-un, y así
se lo hacía saber al equipo. Si tenían éxito les había prometido una serie de
contraprestaciones, que ser comunista no estaba reñido con querer vivir cómodamente
y disfrutando de algunos lujos.
Por fin llegaba el gran día. Después de más
de siete años de investigación habían conseguido hacer mutar un germen
Lyssavirus del género común, es decir, el virus de la rabia, utilizando
inteligencia artificial y además, como no, aprovechando a los disidentes
políticos que les proporcionaba el régimen para poder realizar pruebas. Siempre
disfrutaban de materia prima humana disponible, lo cual aceleraba los
descubrimientos. Por fin se confirmaba el éxito.
El virus provocaba una encefalitis crónica grave. Las personas olvidaban quiénes eran o cómo llevar a cabo las funciones más básicas. Se orinaban y defecaban encima, perdían la capacidad de hablar, no precisaban dormir, no sentían dolor, calor ni frío. No podían conducir ni utilizar armas. No poseían facultades para emplear una llave ni picar a un timbre. Su único objetivo pasaba a ser atacar y morder a otros congéneres. El virus se transmitía por fluidos, es decir, mordedura principalmente. El periodo de incubación iba, de unos pocos minutos en especímenes débiles, a casi cuarenta y ocho horas en los más grandes y fuertes. La transformación generaba una violencia brutal a cambio de la pérdida de bastante coordinación, equilibrio y velocidad. El nuevo ser podía subsistir comiendo y bebiendo cualquier cosa que encontrara. Los especímenes infectados eran resistentes y, con la mínima hidratación y nutrientes, podían sobrevivir meses, que se supiera. Durante más tiempo no había habido oportunidad de testearlo.
Lo habían perfeccionado y su posible
utilización en ciudades del enemigo capitalista sería capaz de sembrar el caos.
Su duda, y lo que hacía tambalear sus propias convicciones era si, mal
empleado, su uso podría afectar a su propio país en el futuro.
Subieron a la planta cero para salir del
recinto y dirigirse a sus pisos en el centro de la ciudad. Era un gran día y
Lee Young se merecía descansar. Al subir todos se sorprendieron que, en lugar
de todo el pelotón que habitualmente les protegía, solo estuvieran el teniente
y los dos sargentos. Les pidieron que sacaran lo que llevaban en sus bolsillos
de muy malas maneras mientras les apuntaban con sus AK-47. El jefe de equipo
permanecía en una esquina, impasible, ella no entendía nada.
Una vez comprobadas las pertenencias les
exigieron que se acercaran a una de las paredes. Les apuntaron y, a la orden del
teniente, los tres militares abrieron fuego sin compasión. Cuatro murieron en el
acto. Lee Young no, agonizaba.
El jefe de equipo se acercó y la felicito por
el gran sacrificio que iba a hacer por mantener el secreto a salvo para su país. Acto
seguido la estranguló con sus propias manos ante la fría mirada de los tres
militares. No podían dejar cabos sueltos, nadie que pudiera hablar.
Una vez terminado el trabajo, el jefe de
equipo extrajo de su bolsillo un viejo teléfono Nokia modelo 5210 que no
pudiera ser rastreado por los servicios de inteligencia occidentales. Envió un
mensaje de texto a su contacto en Pyongyiang que decía: “Operación Ocaso
iniciada, caen sombras sobre occidente”.
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