El líder ruso, Vladislav Petrov, había
aterrizado en Pyonyiang a las doce del mediodía. Había sido un día largo. Debía
asistir a un sinfín de eventos con los que su homólogo coreano del norte le
agasajaba. Kim Jong-un era un sádico y una persona sin escrúpulos que había
conseguido mantener el control de su país pese a las adversidades. Él le
admiraba.
Tras infinidad de visitas a museos y edificios
demasiado monumentales para el hambre que azotaba endémicamente el país, a las
cinco de la tarde había empezado una reunión de trabajo de ambos equipos con
sus diplomáticos. Petrov trataba de conseguir apoyo, en forma de soldados y
munición, para la guerra que estaba lidiando contra Ucrania y, en consecuencia,
contra todo el bloque occidental, gran enemigo de ambos.
A las ocho de la tarde se decidió posponer el
encuentro para el día siguiente puesto que aún tenían que asistir al concierto
de gala que se ofrecería en honor a la delegación rusa en el gran teatro de
Pyongyiang, con capacidad para dos mil quinientas personas.
Petrov sintió curiosidad cuando Kim Jong-un
le pidió hablar en privado, sin asistentes ni traductores. Al quedarse a solas
le dijo: “Tengo lo que necesitas para ganar tu guerra y, a cambio, solo quiero
una cosa. Que me garantices que tras Europa destruiremos a Estados Unidos”.
Vladislav escuchó con atención lo que le
explicaba con un meritorio inglés y, tras terminar de exponerle la nueva arma
que le ofrecía, acepto la oferta sin dudar. Ya habría tiempo para traicionarle
como se había hecho tantas veces a lo largo de la historia. Lo único que Petrov
desconocía es que no habría tiempo, ni para traicionarle ni para cumplir su
palabra. El mundo como lo conocían tenía los días contados.
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