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6. Barcelona. Domingo, 4 de agosto de 2024. 8:15h. (3 días después del día Z).

 

Alonso estaba paseando con Tor, su rottweiler, por el parque natural de Collserola, cercano a su casa. Saludaba amablemente con la cabeza y un gruñido a sus vecinos, pero sin dar pie a iniciar conversaciones, prefería estar absorto en sus cavilaciones.

Tenía treinta y tres años, medía metro ochenta, complexión delgada, pelo castaño corto rizado, sus amigos le llamaban cariñosamente el pelopolla, barba perenne de una semana. No se consideraba guapo, pero nunca había tenido problemas para relacionarse con mujeres.

A Alonso le habían propuesto pasar unas vacaciones en el parque natural del Montseny, a una hora en coche de Barcelona, posiblemente por pena. Dos años atrás, su pareja, Silvia, había decidido unilateralmente que lo mejor para él era dejarle. Él no estaba de acuerdo, pero no hubo opción a réplica.

Tres años antes, cuando llevaban cuatro juntos y Alonso tenía veintinueve, Silvia le había anunciado que estaba embarazada. Fue la mejor noticia de su vida. Ella lo consideraba un pequeño milagrito. Su ginecólogo le había dejado bien claro que nunca podría quedarse encinta, que su endometriosis provocaba que ningún óvulo sensato quisiera adherirse a su útero. Ambos lo aceptaron, pero nunca habían perdido la esperanza por completo. Lo que no logró su endometrio lo consiguió una negligencia médica y su hija nació con complicaciones graves por la hipoxia que había sufrido en el parto. Murió unas horas después de venir al mundo. Nunca se recuperaron. Tras unos meses Silvia le anunció que se merecía poder tener descendencia, que con ella nunca sería feliz. Él lloró, le imploró que recapacitara, pero no sucedió. Le dijo: “Sin mi estarás mejor”, le besó en la frente y cerró la puerta, sumiéndolo en una negrura y una tristeza que parecía no tener fin. Tres años después él la continuaba queriendo más que a nada en el mundo.

De la misma forma que estar enamorado es caminar con alas por el mundo si se es correspondido, la situación de Alonso era la contraria, era un alma en pena. No sonreía, no tenía ilusiones, no quería saber nada de mujeres. Se alimentaba a base de pizzas precocinadas y durums. Su única válvula de escape era el deporte, contra más solitario mejor, y leer libros que cogía prestados de la biblioteca. Se había centrado en su trabajo como enfermero de urgencias y emergencias. En la ambulancia sentía tanta presión y debía concentrarse tanto que, por momentos, olvidaba a Silvia, aunque solo por momentos, siempre volvía.

Todo empeoró dos meses atrás, cuando conoció por la pareja de un amigo que Silvia iba a casarse con un chico. Se trataba, por lo que había podido averiguar, de un niño bien con la vida solucionada. Su familia había pertenecido a la burguesía catalana y ahora vivía de rentas, jugando al golf, supervisando inversiones y, por supuesto, evitando madrugar.

Obviamente, Alonso no era el alma de la fiesta. Por eso sabía que no le ofrecían acudir a las vacaciones debido a que su compañía fuera muy agradable. Le invitaban por lástima, por todo lo que había vivido. Lo organizaban dos amigos suyos de toda la vida y sus dos parejas.

Todos sobrepasaban la treintena y no querían lugares masificados ni ruidosos, así que el plan consistía en ir a “La pequeña Habana”.

“La pequeña Habana” era una masia típica catalana construida alrededor del 1850. Quién la mandó edificar fue el empresario Miquel Casas, quien había hecho una gran fortuna en Cuba con el cultivo de la caña de azúcar y la trata de esclavos. Una vez consolidado su patrimonio y, cuando su instinto le dijo que la situación allí se estaba volviendo demasiado inestable y los criollos demasiados lenguaraces, decidió retornar a su Catalunya natal. Volvieron su mujer, él y la única hija nacida del matrimonio. Dejó allí a sus amantes mulatas por orden de su esposa, él las hubiera traído. Dejó también a una gran prole de hijos bastardos.

Decidió no trabajar más y vivir de rentas en la zona que más le gustaba de su país de origen, el Montseny. Compró un solar de cuatro hectáreas y mandó construir una gran masia. En el terreno tendrían animales y les serviría para pasear tranquilos. Les vendría bien, sobre todo a su hija Catalina y a su siempre frágil estado de salud. O eso pensaba, porque dos años después de llegar la arrancaba de este mundo una tuberculosis. Ni el aire fresco del Montseny pudo sanarla.

Al morir sin herederos la masia había ido pasando de mano en mano hasta los propietarios actuales. Una pareja entrañable y sus dos hijos treintañeros, chico y chica, que se dedicaban a cuidarla. Nunca les gustó la vida en la ciudad y, cinco años atrás, habían comprado la casa y vivían allí. El terreno disponía de la masia original, donde moraba la familia, y tres bungalós, que alquilaban para ganarse la vida y pagar el mantenimiento de la finca.

Se encontraba a seis kilómetros al norte del pueblo Arbúcies, un pequeño núcleo de unos seis mil quinientos habitantes.

La idea de sus amigos era reservar para diez días y pasar unas vacaciones tranquilas, entre excursiones, piscina, libros y algún restaurante cercano. A Alonso no le apetecía demasiado, pero pensó que tampoco le vendría mal salir un poco y aceptó. Saldrían en tres días. Le acompañaría su fiel y bonachón Tor. Un rottweiler de cinco años que compró con Silvia y que era el único ser vivo con quien se entendía realmente. La decisión de llevar a cabo ese viaje cambiaría su vida mucho más allá de diez días, pero eso aún no lo sabía.

Las noticias agosto eran soporíferas. El presidente del gobierno, Pablo Sancho, aprovechaba que España estaba de vacaciones para tomar decisiones polémicas y que en septiembre estuvieran olvidadas. La selección acababa de ganar la Eurocopa y, al parecer, un soldado proveniente de Ucrania, que se estaba recuperando de sus heridas de guerra en el Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla de Madrid, había experimentado algunas complicaciones que hacían sospechar del uso de armas bacteriológicas. No quedaba claro lo sucedido, pero informaban que había varios trabajadores que se lesionaron gravemente cuando intentaban reducir al convaleciente soldado que, según dicen, estaba sufriendo una crisis nerviosa.


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